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16/5/02 15:31
libro de la furia|carta
KAOSCITY. Ministerio de Defensa
(Carta de amor hallada por el Servicio de Inteligencia, escrita por la señorita Asunción Frade, hija única del capitán general Augusto Frade y dirigida al revolucionario Anselmo Korochi, ejecutado ayer)
Ensombrecer el pensamiento, acurrucarse, economizar emociones, documentar la ausencia, delegar el recuerdo, entregarse a unos chacales imaginarios, tener artrosis en el dolor, buscar un artificio, un desgarro nuevo, amor mío, que no sé donde estás, si vives o mueres o eres muerto, que no sé a dónde dirigir esta carta y la escribo sin saber por qué, como un exorcismo. Yo, que estoy libre. Que cometo la felonía de pertenecer a esa clase social que odiamos en común, que me salva mientras te condena, que me hace sentir excursionista por el infierno, puta rica que no hace nada ni por lo suyos. Pero ¿qué puedo hacer si no existes?. ¿Decir que desapareció alguien que nunca estuvo? ¿Cómo desvelar un secreto si no despierta curiosidad? ¿Condenarme contigo? ¿Esperar?. Que bajo por las escaleras y le digo a mamá, en pleno ataque de menopausia, que su hija única, se entrega de buen grado a la lujuria de un revolucionario. Que bajo por los mismos escalones de brillante piedra blanca y le digo a mi padre que su piedra de lumbre, su única hija, ha dejado una carta, ésta, a medio escribir porque no soporta más la ausencia de un amor que no es petroquímico ni marino. Que bajo y digo que ya no soy vírgen, que lo digo en voz baja, que lo digo gritando, que lo hago como un paquidermo torpe, yo la hija, la pequeña, el ejemplar destinado a la cría de héroes de la patria, la nonagésima de la sagrada raza, la de los muslos de nieve, que les digo que la única excepción a mi nihilismo está donde ellos pueden saber y yo ignoro, aunque temo. En una cárcel, en un cuneta, en una caja de madera, en un pozo, en el nirvana de los guerreros, colgado de una viga. ¿Qué les digo?.
Yo, que estoy libre, que tengo un moratón en el pubis, donde ellos depositaron una mórbida esperanza, donde habría de habitar un ministro de Justicia, uno de Ultramar, uno de Gracia, un ministro cualquiera y no alguien de la marisma que ama a la luz de una mariposa que flota en el aceite turbio. Si viven en un manto de tafetán qué les digo, qué les digo de este palacio, de mis pretendientes, mis criadas, mis caballos, mi dote. De toda esta pedantería. Que hace doce días que aparto la piedra del muro y sólo encuentro el hueco frío, sin el destello blanco que marca el ritmo de mi vida, sin el papel que me dice dónde estás. Ensombrecer el pensamiento, ponerse en lo peor. Es lo que hago. Me digo que no estás, que nunca más será y me digo que eres una palanca rota, un cuerpo frío, un rostro inexistente, un sueño, un logaritmo, ojos cerrados, manos quietas. Es lo que hago, soñar que no sufres, loco, que no estás y así tendré un secreto. Porque si estás, si queda algo, morirá nuestro amor con nosotros dentro. E ignoro qué tendremos entonces. Soñar que no sufres, y que bajo ahora mismo y hago frente a la realidad y lo digo, que te quiero y ya está y que se hunda la tierra y que la llaga se extienda.
Que te quiero. Tan simple, tan mierda esta expresión que me condena la diga o no. Si no sé si estás…a dónde enviarte algo, dónde hallarte, dónde saber, dónde preguntar. Si sólo sé de aquel cuarto viejo que es el paraíso con la mariposa de luz, y el papel luchando por mantenerse pegado a las paredes. Sólo de aquellas sábanas duras, de aquel colchón de paja húmeda. Sólo sé de aquel tercer piso y poco más, a donde siempre me condujiste a oscuras porque la ignorancia te salvará la vida si se enteran, me decías. Ahora quisiera saber el camino y no lo descifro, todas aquellas casas, aquellos barrios de hormigón prefabricado, todo aquello me recuerda a ti. Pero no te localizo, no me oriento con los ojos abiertos. ¿Y tu nombre? ¿es verdad? ¿mentira? ¿quién eres?. No puedo llegar y preguntar por mi amor, así, busco a mi amor buena señora, es guapo, inteligente, ¿lo ha visto?, tiene unos labios carnosos y los ojos del color de las nubes que traen tormenta. Un metro setenta y cinco, más o menos, ¿señora? ¿señor? ¿no vieron por dónde se fue? ¿si tomó el metro?. No puedo llegar sin destino, ni errar por aquellas calles de asfalto resquebrajado cubiertas de niños que saltan a la pata coja, ni entrar en los portales.
Siempre dando explicaciones a extraños en callejas cubiertas con la lírica sombra de los cipreses que soportaron las bombas, a rostros que se asoman por los agujeros de las fachadas, que viven en esta tierra que nunca vi hasta que te busqué desesperada, hasta que seguí tu rastro por la ciudad asimétrica de ruinas, la ciudad rota que nunca sospeché. Un metro setenta y cinco, tengan piedad de esta joven que esquiva los escombros como puede y anda por primera vez en veinte años, tengan piedad que siempre fue en un vehículo lujoso y largo, con un conductor que ignora la residencia de mi amor, buena señora. Me digo que no estás, que has caído, que has huido, no sé lo que me digo ni cuántas veces. Pienso en bajar y mostrar mis pies destrozados, hoy vagué por esta tierra tras un hombre, madre. Pienso en decirle que estaba caliente para que se enfade, en decirle que estaba húmeda, que lo estoy en el intento inútil de dar con una pista que la luz me oculta como el pañuelo que, por seguridad, (yo, tu prisionera, qué bella imagen) me dejaba en la puerta del cielo. En el cuarto de la madera levantada y de los insectos, en la miseria desnuda tan opuesta a la miseria que me rodea. En tu cuerpo. Pienso en bajar y decir que tu pene es así, en decir, padre qué bella cabeza violeta.
Ponerse en lo peor, me digo que los huesos de tu nuca ya no están en su sitio, que no has sufrido, que no has sufrido en absoluto, nada, que no te has enterado. Economizar emociones, reflexionar antes de cometer un error, ser prudente, desolar, desobedecer, dar vueltas sobre tus costillas, escribir esta carta sin destino, cantar, coser mis heridas, bajar a los subterráneos por donde se corroe la guerra que yo gané, por donde andan los cortabolsas, los que no tienen, los que no son, tu reino. He dicho que te quiero, pero no he dicho que hago un estor, que es la ocupación adecuada a mi estado, una cortina con flores azules, tampoco he mencionado que duermo bajo una cubierta de plumón, me he comprado una chaqueta de cheviot y tengo prometido un viaje a Venezuela donde un embajador me dirá qué chévere señorita Frade, y que hago como que no escucho mientras invento excusas para vagar fuera del claustro, más allá de las grandes avenidas, por donde sé que íbamos sin saber, siguiendo el delgado hilo, el resplandor, el olor, los alambres de luz, los álamos, donde los trabajadores almuerzan el pan negro, hasta que siento que el alma no me cabe y se me va por las manos cuando una mujer abraza a un hombre sobre el escombro. Es lo que hago y lo que seguiré haciendo.
Buscar un desgarro, una noticia, un papel tras la piedra, una tumba, una bisagra que haga girar la puerta. Es lo que hago. Comprar un bañador y el regalo para el bisabuelo, estudiar la coda de la última lección, ir a la peluquería, gastar, mío, mío, todo mío, rezar, hacer que rezo, ya sabes, porque no me oriento con los ojos abiertos y me digo que no estás, que no estarás ni has estado. Que ahora, cuando acabe esta carta, bajaré y diré hola, qué tal papá, como estás mamá y me sentaré a la mesa a las nueve, ni un segundo más tarde, y bailaré y mentiré, sonrojada, mientras algún millonario calibra el tamaño de mis pechos y se hace ilusiones y piensa que será el primero y el único mientras la sangre le invade el órgano. Y pensaré que no has sufrido, que ya no existes, si no vuelves, si no te veo más, si mi búsqueda fracasa, si no bajo ahora y lo digo todo, si bajo y no digo nada, mientras alguien me abrace pensaré en ti, cuando finja que quiero, cuando finja placer, mientras me acaricien, en los lujosos cruceros, en las habitaciones recubiertas de seda, en las sábanas de hilo, si no estás, si te has ido sin querer, si has muerto, cuando sienta una mano sobre mi piel, mientras coma, cuando me ponga perfume pensaré que no has sufrido. Y te buscaré sin saber dónde y te seguiré buscando cuando para los hijos de otro, cuando sangre el amor de otro al que no amaré, si no bajo ahora y lo digo todo, si no me controlo, si no me lanzo al vacío, porque igual vives, igual tienes un arma y vienes a buscarme desde una montaña imaginaria, mientras el sacerdote diga si acepto, cuando mis padres expiren su último aliento, mientras los niños comiencen a andar, cuando se hagan mayores.
Siempre miraré tras la piedra.
Asunción
Escrito por txema
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14/5/02 11:02
libro de la furia|una derrota histórica
España: García, López, Rodríguez, Fidalgo (Padilla, m.52), Garrido, Martín, Torres, Caballero, Tristán (Aldaz, m.68), Alcaide, Jorge.
Inglaterra: Chailey, Oldfield, Wilton,Thornbury, Scoles, Phyllis, Kingsley, Hogarth, Greek, Ferry (Wilton, m.70), Crawford (Chamberlain, m.82).
Goles: 0-1. M. 85. Centro de Kingsley desde la banda derecha, Torres despeja mal y el balón le cae muerto a Chamberlain que se revuelve en el área y bate a García, de tiro raso y ajustado al palo.
Árbitro: Jean Boissonat. Francés. Amonestó a Fidalgo. Phillis y Greek. 45.000 espectadores en el Coliseo de la Victoria.
Alcaide falló un penalti cometido por Wilton sobre Aldaz cuando se cumplía el minuto 90.
Alcaide recuerda con pesar aquella noche. Ahora vive en Atlanta, con su hermana, divorciada de un alto ejecutivo de Coca-Cola. Y más que aquella noche, revive en numerosas ocasiones los días que sucedieron al partido. «Nos jugábamos la clasificación para el campeonato europeo. Aquel gol lo era todo; si el balón entraba, estaba hecho, suponía un punto, el que necesitábamos. Pero no entró». Esta es la primera ocasión en la que el ex jugador accede a una entrevista. Han sido cerca de tres años de silencio, en los que se incluyen las laboriosas gestiones realizadas por su hermana para hacer posible su desplazamiento hasta Estados Unidos, con la excusa, primero, de una intervención quirúrgica y con el resultado, finalmente, de su petición de asilo político.
«Mire, yo le he dado miles de vueltas a aquel penalti durante todo este tiempo. He repetido, día tras día, la jugada, como tomé el balón, lo situé sobre el punto de lanzamiento. Me he visto iniciando la carrera…en fin, nada cambia porque el balón se fue alto y eso es todo. Allí se terminó mi carrera». Sin embargo, ésta finalizó en realidad unas horas después, sobre el mismo terreno de juego, con las gradas desiertas, en un entrenamiento al que fue convocado por sorpresa.
Alcaide revive aquella jornada para nuestros lectores: «Bien, cómo acabó el partido y todo lo demás es una cosa conocida. Todos se echaron sobre nosotros, los medios de comunicación, la gente, salíamos del campo y nos decían maricones, nos arrojaron todo tipo de objetos. Lo mismo cuando abandonábamos el estadio. Allí había miles de personas enfurecidas, con palos, porras, piedras. La policía no hacía nada por parar aquella protesta y algunos de mis compañeros, que se durmieron un poco a la salida, dejaron el campo cuando ya habían pasado las cuatro de la madrugada, muertos de miedo porque pensaban que aquello no acabaría nunca. Yo salí de los primeros, con una gorra que me prestó Alonso, el utillero, y con una camiseta sobre la ropa. Creo que me confundieron con un hincha y tal vez estoy vivo ahora gracias a aquella ocurrencia. Si me reconocen estoy muerto, fijo».
El delantero centro español se toma un respiro. Toma aire porque ahora viene la parte más dura de la historia, la que nunca hubiéramos imaginado y la que, sin duda, les parecerá increíble a muchos de ustedes. Así la cuenta su protagonista: «Eran las nueve de la mañana. Sonó el teléfono y lo cogí. Al otro lado del hilo estaba el seleccionador, Pepe Molina, que me dijo que a las seis en el estadio, que había entreno y que no se me ocurriera llegar tarde. Le pregunté que qué coño de entreno, si ya habíamos sido eliminados y la liga no empezaba hasta dentro de un mes. Además, me volvía a las 11 para Albacete. Insistió y yo seguí dándole largas, creo que incluso me inventé un compromiso familiar, la boda de una prima o algo así, pero se puso duro. Noté que algo no iba bien, porque comenzó a gritar como un loco y a decirme que me arrancaría los huevos si no acudía, que era fundamental para mi vida y para la suya, que no volvería a jugar con la selección nunca más. No sé, no me acuerdo de todo exactamente, pero el caso es que me dejó otra alternativa. Cuando llegué al estadio faltaban unos diez minutos para la hora prevista. Tuve que aparcar un par de manzanas más abajo porque unas vallas metálicas impedían el acceso a la zona. Dios, aquello parecía un campo tras la batalla. No se puede imaginar todo lo que quedaba por allí, contenedores volcados, basura por todas partes, coches incendiados…y centenares de policías a los que, en apariencia, todo aquel desorden les traía sin cuidado.
En la puerta de los vestuarios dos agentes de la Seguridad Nacional, con su impecable uniforme negro, me pidieron el carné para comprobar que, en efecto, era yo el hijo de puta que había convertido a su país en el hazmerreir del universo. Lo noté en sus expresiones, pero me dejaron franquear la puerta sin hacer comentario alguno. Cuando entré estaban todos allí, algunos ya cambiados y con cara de pocos amigos. Sabían algo de lo que yo todavía no me había enterado. Dejé la gabardina en la taquilla y me senté, como siempre, junto a Tristán. El silencio era impresionante. Me dijo “Ayer la jodimos, compadre”. A Tristán le gustan las películas de Cantinflas. “Ayer la jodimos y hoy la vamos a cagar, compadre”. Supongo que al ver mi cara dedujo que yo sabía nada del entrenamiento y acercando sus labios a mi oído susurró “Hoy nos entrena el hijo del general”.
Le dije que no estaba para bromas, pero enseguida caí en lo de los policías y en los de los tipos de la Seguridad Nacional y, apenas había pasado un minuto cuando nos llegó desde el campo el sonido de un helicóptero que tomaba tierra sobre la hierba. Allí supe que me tenía que haber ido no a Albacete sino al fin del mundo. No cruzamos ni media palabra y no vea cómo resuenan los tacos de aluminio en aquel inmenso vacío de azulejos. Sólo Alonso, como si fuéramos a jugar una final, se nos acercó uno a uno y nos palmeó la espalda, como en cada partido. El caso que allí estaba él, con su reluciente uniforme, su gorra con estrella dorada y su helicóptero sobre el círculo central. No sé, lo menos había cincuenta policías; cuando vio que salíamos del túnel hizo así con la mano y se alejaron. El helicóptero despegó y el hijo del general (se refiere al mayor de los dos, Carlos Miguel Velasco) empezó a quitarse la ropa. No sabíamos que hacer, cualquiera se descojonaba de aquello. Llevaba, debajo, la ropa de Tito García, el portero. Pero resultaba ridículo porque la camiseta era dorada, se lo juro, y el número uno estaba bordado en su espalda con un tejido brillante como el de los vestidos de las artistas. Sobre el pecho lucía un escudo descomunal. Aquello era una jodienda, porque se le veía serio y a algunos se nos comenzaban a adivinar las lágrimas en los ojos.
Un hombre, vestido de paisano, iba doblando cuidadosamente su uniforme y lo guardaba en una caja de madera, otro, que parecía hermano gemelo del primero, le puso las botas de fútbol y les sacó brillo con un trapo azul. Era increíble. De marcianos. Después, el primero, extrajo de otra caja un balón y se lo dio al hijo del general. Nosotros, mientras, estábamos en la banda sin saber qué hacer. Esperando una orden, claro. Finalmente, se encaminó hacia la portería del gol sur, la misma en la que yo había fallado el penalti, y ahí ya se me cortaron las ganas de reir, no es que tuviera muchas, hágase cuenta del escenario y de las circunstancias, pero las pocas que tenía se me fueron para siempre. “¡Ustedes, vengan!”, gritó, sin girarse, mientras llegaba al área. Y, claro, fuimos. Nos hizo formar a todos sobre la línea de la grande. Allí estaba, bajo los palos con aquel uniforme de dibujos animados, y allí estábamos nosotros, los once del día anterior, y allí estaba el balón, en el mismo punto en el que unas horas antes había cavado mi desgracia y en el que, estaba claro, me aguardaba alguna novedad. Entonces gritó “¡Alcaide, métala cabrón!”.
Esto, contado ahora, parece una cosa y en aquel momento era otra. No sé bien cómo explicarlo, pero no sabía qué hacer, miré a mis compañeros y no encontré respuesta. Aquel fantoche con la grada vacía al fondo, aquellos soldados de expresión siniestra que formaban como autómatas desde los postes hasta los banderines del córner. Me situé frente a la bola y la golpeé con todas mis fuerzas y eso es todo. El resto ya lo sabe usted. La pelota contenía un explosivo que me arrancó la pierna izquierda hasta la rodilla…».
Escrito por txema
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