Han pasado 8631 días
7/6/02 13:45
novela inédita|fragmento
.......Llegar de Marrackech a casa fue otra cosa, un traslado por inutilidad física. Como si alguien toma al perro medio aplastado por un autobús y lo introduce con urgencia en una ambulancia para perros e ingresa, en un breve espacio de tiempo, en un hospital donde le reparan la pérdida de su otra mitad como buenamente pueden, porque el tratarse de un perro no hay sillas de ruedas caninas ni el animal sabría, aunque lo intentara, empujar los neumáticos y volver a hacer vida normal de perro con ese medio de transporte. Habría de permanecer como yo, con la lengua caída sobre el suelo y diciendo guau guau mientras piensa que mueve el rabo, aunque éste se quedó sobre el asfalto junto a las patas traseras, los testículos y un trozo del estómago, por citar algunos órganos importantes.
Entonces, cuando llega su dueño actual, suponiendo que alguien quiera ser dueño de medio perro, que, eso sí, tiene la ventaja de que no estropea los muebles ni ataca a los vecinos, dice guau y mueve el rabo que hace tiempo que un empleado del servicio municipal de limpieza tiró a un camión de la basura, donde se mezcló con los restos de comida de un barrio entero. El perro se pregunta si realmente se puede decir que está moviendo el rabo. Él cree que lo mueve, pero no nota su vibración y su dueño, suponiendo que tenga dueño, tampoco. De este modo, no se entera de que su perro intenta saludar mas que por el guau que pronuncia con dificultad y no le da al animal la importancia que su esfuerzo merece ni la recompensa por sobrevivir al accidente de su mitad posterior. El perro piensa, en ocasiones, que si la rueda del camión hubiera acertado con la otra media parte y ésta se hubiera salvado su dueño vería entonces cómo se mueve el rabo y estaría contento por tener medio perro vivo. Yo, en cambio, no tengo estos problemas aunque les dé vueltas como si los tuviera. Porque ya no he de moverme ni en todo ni en parte.
Escrito por txema
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3/6/02 11:38
abuelo
Yo no conocí a mis abuelos. A los hombres, quiero decir. De uno, que era vividor, bebedor y simpático hablaré otro día. Del otro, que se llamó José, hablaré ahora. Es una deuda que tengo y quiero saldar, un asunto entre los dos. Sé, porque me lo han dicho, incluso personas que no me conocían, que nos parecemos como dos gotas de agua y, también, que era un hombre peculiar, sensible y con dos características muy apreciadas entre sus vecinos: Curar animales y hablar con los muertos. Si enfermaba un caballo o un cerdo le llamaban para que recuperara la salud y, de paso, se informaban de cómo les iba a los familiares en el más allá. Él miraba el ojo de la bestia, acariciaba su cabeza, la tocaba como si fuera un recién nacido y sabía qué mal le afligía. De los otros, de los muertos, no necesitaba mayor contacto. Simplemente hablaban con él y le contaban sus preocupaciones.
Asumo el riesgo de escribir estas cosas. Puede que a muchos le resulte extraño o increíble, puede causar miedo o risa. Pero lo sé porque él me lo contó, porque hasta un día, no recuerdo la fecha exacta en que se lo pedí, mi abuelo José permaneció a mi lado. Venía de noche, cuando todos dormían, y se sentaba en una silla a los pies de mi cama. Permanecía allí mirándome, con sus manos de dedos largos y duros sobre las rodillas, con su camisa de cuello gastado por el roce de la piel, con su chaqueta marrón y la barba blanca de varios días. Lo hizo durante años hasta que le pedí que no volviera más, que descansara. Se levantó, me acarició la frente y se fue echando un último vistazo a la habitación, tocando los muebles, la ropa, las paredes, rozando las cortinas con las yemas de los dedos. Se llevó en el corazón algo de todo lo que allí había y yo me sentí extrañamente feliz por haberle liberado, por convencerle de seguir su propio camino.
Otro día contaré algunas cosas que me dijo.

Escrito por txema
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