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30/7/02 2:10
warsaw hotel
Al borde de la pista de aterrizaje comenzaba el denso manto de nieve que mostraba el perfil desdibujado de Varsovia. Alfonso estaba nervioso. Me había apuntado al viaje a última hora y sin previo aviso para comprobar por qué le gustaba tanto Polonia mientras las ventas de la fábrica caían año a año. Además, no era un mercado de interés prioritario. Salvo para él y, desde aquel momento, para mi. Su rostro, al verme llegar al aeropuerto, se contrajo, primero, con expresión de sorpresa y de mal disimulada decepción poco después. Corté en seco cualquier intento de explicación y acató, porque no le quedaba otro remedio, una etérea argumentación sobre mi deseo de conocer en persona a Jaroslaw, el responsable de la distribución en aquel país.
En la terminal nos esperaban a los dos. Jaroslaw sabía de mi llegada porque le llamé una hora antes del embarque en Madrid, le dije que esperaba recibir "exactamente" el mismo trato que Alfonso. También le mostré un enfado fingido por lo mal que iban las ventas y le pedí que a mi llegada me expusiera un detallado plan de cuáles eran sus proyectos a medio plazo. Oí como tosía. Me preguntó si llevaba ropa de abrigo.
Alfonso estuvo a punto de sufrir un desmayo cuando Jaroslaw se acercó a darme la mano. Una extremidad gruesa, blanda, salpicada de manchas y adornada con varios anillos de oro. No ofrecí mucha conversación. Me dejé caer en el asiento trasero del coche y en la puerta del hotel nos despedimos hasta la mañana siguiente. Alfonso intentó intercambiar unas palabras con Jaroslaw, pero se lo impedí.
Nuestras habitaciones eran contiguas. Quedamos media hora más tarde en el restaurante para tomar alguna cosa. Alfonso entró en su habitación y yo en la mía. Conté hasta ciento treinta y nueve, es mi número de la suerte, y bajé a la recepción. Me costó diez dólares convencer al del mostrador de que mi compañero no debía hacer ninguna llamada sin que yo me enterara. Diez dólares de hace años.
Cenamos una desgradable recomendación del chef. Hablamos de fútbol. La misma mierda de siempre.
Me tumbé en la cama vestido. Dudé. Me pregunté qué hacía allí. Encendí un cigarro y traté de ver algo a través de la ventana cubierta de hielo. Aquella nebulosa de cristal sería hermosa en primavera, ta vez.
Llamaron a la puerta.
-Hola, soy Monika, dijo ella en perfecto castellano.
-Hola, Monika...¿nos conocemos? ¿tal vez te has equivocado de habitación?.
-No, seguro que no, contestó. Me envía el señor Jaroslaw.
-¿Jaroslaw?.
-Si, Jaroslaw...usted le conoce ¿no?.
-¡Oh!, si, si claro...pero no entiendo a qué la envía.
Dio un paso al frente y cruzó la línea de penumbra del pasillo. Dejó caer el abrigo hasta los codos y esperó a que me quedara impresionado. Lo consiguió.
-¿Así que éstos son los encantos secretos de Varsovia?
-Si, respondió, sin entender a qué me refería.
-Bueno, Monika, creo que te tienes que ir, dije. Verás...yo no...no es que no seas guapa ni nada de eso.
Comenzó a llorar y a explicarme en un castellano cada vez menos perfecto que no podía irse, que la matarían si salía de allí sin haber hecho su trabajo. Hace quince años Polonia era una montaña hambrienta de escombros. Dejé que se sentara en el sofá y me quedé en el borde de la cama contemplando aquel hermoso rostro eslavo cubierto de pintura y surcos de sal.
-¿Has cenado?.
-No, contestó.
-¿Cuál es tu comida favorita?
-Me gusta el golabki (repollo relleno de carne picada y salsa de tomate).
Llamé a la recepción para que subieran aquello. Esta vez no hubo soborno. Ya no era necesario.
-¿Tienes alguna hora establecida para acabar el "trabajo"?, pregunté.
-No, dijo.
-¿Y vas a hacer todo lo que yo te pida?.
-Si, claro.
-Bien, pues mientras te suben la cena vas a entrar ahí, te vas a duchar, te vas a quitar esa espantosa pintura, te vas a cepillar el pelo y te vas a poner ese esponjoso albornoz blanco con el escudo del hotel.
La observé mientras comía. No podía tener más de 17 años. Pero no le hice preguntas. Cuando acabó le pedí que se acostara. Le acaricié el pelo.
-¿Seguro?, preguntó.
-Si, seguro.
Me quedé dormido a su lado. Con el traje puesto. Pensando en los dedos grasientos de Jaroslaw, en la piel de color talco de Monika y en el cielo blanco de Varsovia. En el televisor, un hombre vestido de militar decía no sé qué.
Cuando desperté Monika estaba vestida y sentada en el sofá.
-¡Vaya!...todavía aquí...dije mientras me daba cuenta de que el sueño había transformado mi ropa en una arruga.
-Si, contestó. Quería decirte una cosa...al oído.
-¿Al oído?.
-Si. Sonrió. Pero ahora has de hacer lo que yo diga. Volvió a sonreir mientras se ponía en pie. Me invitó con un gesto a imitarla y lo hice. Se acercó y me cerró los ojos con una caricia. Después abrió mi boca con dos dedos e introdujo su lengua dentro durante un tiempo que no quise calcular y en el que Varsovia fue un paraíso helado. Y se fue.
Alfonso y Jaroslaw hicieron muchas bromas y les seguí el juego. Respiraron con alivio.
Mientras esparábamos a recoger las maletas en Barajas, dos días después, mi compañero me dio un codazo de complicidad.
-¿Qué tal la tuya?, preguntó.
-Bien, contesté. No volví a intercambiar palabra con él. Fue despedido. Nunca supo que a causa de un beso.
Escrito por txema
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28/7/02 23:43
via capellari
Aldo estaba en la puerta, a las ocho, como cada día. Via Capellari es una calle estrecha, con las fachadas de color terracota, abombadas por los años y casas de ventanas mínimas bajo techos trenzados con grandes vigas de madera. Me acabé de vestir mientras Aldo encendía un cigarro sentado la Vespa abandonada que cada mañana aparecía en un lugar diferente. Claudia dormía con las piernas separadas. Besé uno de esos espacios indefinidos donde se cruzan los muslos y el vientre, cerré la puerta con cuidado y bajé.
Desde Via Capellari a Campo dei Fiori hay un breve paseo. La madre de Aldo tenía un puesto bajo la estatua de Giordano Bruno y se reía cada vez que le explicaba que su vecino de bronce ardió en la hoguera por defender la separación entre el poder político y el religioso. No teníamos nada qué hacer. Anduvimos un rato, hasta Piazza Nabona y, después, compramos un trozo de pizza en Via della Pace, nos sentamos en la plaza a ver turistas.
-Aldo, me voy a ir, dije. Esto no funciona...
-Pero, ¿y Claudia? ¿se va contigo?
-No, me voy solo. Me hizo mil preguntas y a todas respondí que si. La quería, estaba contento, me gustaba Roma.
-No lo sé, Aldo, no sé por qué, pero me tengo que ir.
Le conté que a mediodía, cuando Claudia saliera camino del conservatorio, iría a casa, haría las maletas y me subiría en el primer medio de transporte con rumbo a España. Que tenía la incierta esperanza de que ella entendiera mi decisión y que tenía miedo de estropear aquella relación. Que era la mujer más bella, inteligente y dulce. Que yo era imbécil. Que el cielo es azul y las nubes blancas. Le conté que tuve un presentimiento del fin, de la belleza del amor amargo, de la perfección de la distancia, del recuerdo que nunca desaparece.
Nos despedimos sin aspavientos, con un abrazo largo. Seguí caminando hasta el Panteón y, en su interior, protegido de la luz, comencé a llorar. Un turista me preguntó si lloraba de la emoción por estar ante la tumba de Rafael. Otro, un japonés, me dio un pañuelo.
Deshice el camino hasta la casa de Via Capellari con parsimonia, despidiéndome de cada calle, de cada color, de cada aroma, pasando la mano por la pintura de las fachadas, tocando el borde de los bancos, sintiéndome ya, otra vez, un extranjero sin rumbo.
Al abrir la puerta hallé una nota en el suelo.
Decía: Adiós. Te quiero. Claudia.
Escrito por txema
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