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9/10/02 1:37
brighton punch I
Durante años pasé largas temporadas en el Crest Hotel de Bolonia. Ahora no existe. Sobre la fachada un gran letrero reza Holiday Inn. El nombre lo cambia todo, aunque el Bar dei Cardinali sigue como lo dejé.
Gianluca, al otro lado de la barra, iba camino de convertirse en una leyenda. Me aficioné, después de probar la larga carta, al Brighton Punch, un compuesto de bourbon, zumo de limón, zumo de naranja, brandy, benedictine, soda y cubitos de hielo. Mientras apuraba el último, Gianluca me contaba historias de Brescia y de Donatella, que en realidad se llamaba Paola, prostituta y una más de la casa. A menudo, cuando no había trabajo en las habitaciones, se unía a nosotros y dábamos el local por cerrado después de escuchar a aquella mujer de aire sofisticado, largas piernas y rostro agraciado referir las virtudes del vino de Montalcino, "rosso rubino intenso", el famoso Brunello, y de los paisajes de su Toscana natal.
Como Gianluca era homosexual y yo un consumado defensor del amor sin previo pago, componíamos un trío curioso en el que Donatella se encontraba segura y al que narraba sin recato las virtudes amatorias de hombres a los que a la mañana siguiente podía sostener la mirada en el ascensor mientras pensaba, si era el caso, "no te des esos aires, que la tienes bien pequeña". El hilo musical dejaba caer sobre nosotros una de Claudio Baglioni. La vida era bella.
Escrito por txema
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7/10/02 2:32
agridulce
Aquella noche, tras meses de intentos y de fracasos, el estudiante abrió el armario del cuarto de baño. Acababa de llegar, después de tomar un café en casa de Cristina. Cogió una cuchilla de afeitar y salió a la calle.
Recorrió el mismo camino en dirección contraria y se encontró, bajo la lluvia, ante el portal de la casa donde vivía la mujer a la que amaba, la que se resistía a corresponderle y que poco antes, mientras le llenaba la taza, le había hablado de otro.
Extrajo la cuchilla del envoltorio de papel y situó uno de los extremos del filo cortante sobre el lóbulo de su oreja derecha. Apretó y la deslizó con fuerza hasta llegar a la boca. El metal trazó a su paso una efímera línea blanca por la que comenzó a brotar sangre. Arrojó la cuchilla a la papelera. Esperó unos minutos. Mientras, su rostro, su camisa, sus encías, sus dedos, se iban cubriendo por aquella sustancia mezclada con lágrimas de desamor y agua tibia de una nube distante.
Pulsó el botón. Cristina tardó en abrir. Estaba dormida. Él adoptó aire de serenidad y le pidió disculpas por la molestia. Le contó que antes, al salir, fue a dar un paseo por el parque cercano y salió a su paso un atracador armado con un trozo de cristal.
Cristina le quitó la ropa, le curó la herida, le acarició la cabeza y aquella noche, por primera vez, se entregó a él.
A Michel de Ghelderode.
Escrito por txema
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