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14/5/02 11:02


libro de la furia|una derrota histórica



España: García, López, Rodríguez, Fidalgo (Padilla, m.52), Garrido, Martín, Torres, Caballero, Tristán (Aldaz, m.68), Alcaide, Jorge.
Inglaterra: Chailey, Oldfield, Wilton,Thornbury, Scoles, Phyllis, Kingsley, Hogarth, Greek, Ferry (Wilton, m.70), Crawford (Chamberlain, m.82).
Goles: 0-1. M. 85. Centro de Kingsley desde la banda derecha, Torres despeja mal y el balón le cae muerto a Chamberlain que se revuelve en el área y bate a García, de tiro raso y ajustado al palo.
Árbitro: Jean Boissonat. Francés. Amonestó a Fidalgo. Phillis y Greek. 45.000 espectadores en el Coliseo de la Victoria. Alcaide falló un penalti cometido por Wilton sobre Aldaz cuando se cumplía el minuto 90.


Alcaide recuerda con pesar aquella noche. Ahora vive en Atlanta, con su hermana, divorciada de un alto ejecutivo de Coca-Cola. Y más que aquella noche, revive en numerosas ocasiones los días que sucedieron al partido. «Nos jugábamos la clasificación para el campeonato europeo. Aquel gol lo era todo; si el balón entraba, estaba hecho, suponía un punto, el que necesitábamos. Pero no entró». Esta es la primera ocasión en la que el ex jugador accede a una entrevista. Han sido cerca de tres años de silencio, en los que se incluyen las laboriosas gestiones realizadas por su hermana para hacer posible su desplazamiento hasta Estados Unidos, con la excusa, primero, de una intervención quirúrgica y con el resultado, finalmente, de su petición de asilo político.
«Mire, yo le he dado miles de vueltas a aquel penalti durante todo este tiempo. He repetido, día tras día, la jugada, como tomé el balón, lo situé sobre el punto de lanzamiento. Me he visto iniciando la carrera…en fin, nada cambia porque el balón se fue alto y eso es todo. Allí se terminó mi carrera». Sin embargo, ésta finalizó en realidad unas horas después, sobre el mismo terreno de juego, con las gradas desiertas, en un entrenamiento al que fue convocado por sorpresa.
Alcaide revive aquella jornada para nuestros lectores: «Bien, cómo acabó el partido y todo lo demás es una cosa conocida. Todos se echaron sobre nosotros, los medios de comunicación, la gente, salíamos del campo y nos decían maricones, nos arrojaron todo tipo de objetos. Lo mismo cuando abandonábamos el estadio. Allí había miles de personas enfurecidas, con palos, porras, piedras. La policía no hacía nada por parar aquella protesta y algunos de mis compañeros, que se durmieron un poco a la salida, dejaron el campo cuando ya habían pasado las cuatro de la madrugada, muertos de miedo porque pensaban que aquello no acabaría nunca. Yo salí de los primeros, con una gorra que me prestó Alonso, el utillero, y con una camiseta sobre la ropa. Creo que me confundieron con un hincha y tal vez estoy vivo ahora gracias a aquella ocurrencia. Si me reconocen estoy muerto, fijo».
El delantero centro español se toma un respiro. Toma aire porque ahora viene la parte más dura de la historia, la que nunca hubiéramos imaginado y la que, sin duda, les parecerá increíble a muchos de ustedes. Así la cuenta su protagonista: «Eran las nueve de la mañana. Sonó el teléfono y lo cogí. Al otro lado del hilo estaba el seleccionador, Pepe Molina, que me dijo que a las seis en el estadio, que había entreno y que no se me ocurriera llegar tarde. Le pregunté que qué coño de entreno, si ya habíamos sido eliminados y la liga no empezaba hasta dentro de un mes. Además, me volvía a las 11 para Albacete. Insistió y yo seguí dándole largas, creo que incluso me inventé un compromiso familiar, la boda de una prima o algo así, pero se puso duro. Noté que algo no iba bien, porque comenzó a gritar como un loco y a decirme que me arrancaría los huevos si no acudía, que era fundamental para mi vida y para la suya, que no volvería a jugar con la selección nunca más. No sé, no me acuerdo de todo exactamente, pero el caso es que me dejó otra alternativa. Cuando llegué al estadio faltaban unos diez minutos para la hora prevista. Tuve que aparcar un par de manzanas más abajo porque unas vallas metálicas impedían el acceso a la zona. Dios, aquello parecía un campo tras la batalla. No se puede imaginar todo lo que quedaba por allí, contenedores volcados, basura por todas partes, coches incendiados…y centenares de policías a los que, en apariencia, todo aquel desorden les traía sin cuidado.
En la puerta de los vestuarios dos agentes de la Seguridad Nacional, con su impecable uniforme negro, me pidieron el carné para comprobar que, en efecto, era yo el hijo de puta que había convertido a su país en el hazmerreir del universo. Lo noté en sus expresiones, pero me dejaron franquear la puerta sin hacer comentario alguno. Cuando entré estaban todos allí, algunos ya cambiados y con cara de pocos amigos. Sabían algo de lo que yo todavía no me había enterado. Dejé la gabardina en la taquilla y me senté, como siempre, junto a Tristán. El silencio era impresionante. Me dijo “Ayer la jodimos, compadre”. A Tristán le gustan las películas de Cantinflas. “Ayer la jodimos y hoy la vamos a cagar, compadre”. Supongo que al ver mi cara dedujo que yo sabía nada del entrenamiento y acercando sus labios a mi oído susurró “Hoy nos entrena el hijo del general”.
Le dije que no estaba para bromas, pero enseguida caí en lo de los policías y en los de los tipos de la Seguridad Nacional y, apenas había pasado un minuto cuando nos llegó desde el campo el sonido de un helicóptero que tomaba tierra sobre la hierba. Allí supe que me tenía que haber ido no a Albacete sino al fin del mundo. No cruzamos ni media palabra y no vea cómo resuenan los tacos de aluminio en aquel inmenso vacío de azulejos. Sólo Alonso, como si fuéramos a jugar una final, se nos acercó uno a uno y nos palmeó la espalda, como en cada partido. El caso que allí estaba él, con su reluciente uniforme, su gorra con estrella dorada y su helicóptero sobre el círculo central. No sé, lo menos había cincuenta policías; cuando vio que salíamos del túnel hizo así con la mano y se alejaron. El helicóptero despegó y el hijo del general (se refiere al mayor de los dos, Carlos Miguel Velasco) empezó a quitarse la ropa. No sabíamos que hacer, cualquiera se descojonaba de aquello. Llevaba, debajo, la ropa de Tito García, el portero. Pero resultaba ridículo porque la camiseta era dorada, se lo juro, y el número uno estaba bordado en su espalda con un tejido brillante como el de los vestidos de las artistas. Sobre el pecho lucía un escudo descomunal. Aquello era una jodienda, porque se le veía serio y a algunos se nos comenzaban a adivinar las lágrimas en los ojos.
Un hombre, vestido de paisano, iba doblando cuidadosamente su uniforme y lo guardaba en una caja de madera, otro, que parecía hermano gemelo del primero, le puso las botas de fútbol y les sacó brillo con un trapo azul. Era increíble. De marcianos. Después, el primero, extrajo de otra caja un balón y se lo dio al hijo del general. Nosotros, mientras, estábamos en la banda sin saber qué hacer. Esperando una orden, claro. Finalmente, se encaminó hacia la portería del gol sur, la misma en la que yo había fallado el penalti, y ahí ya se me cortaron las ganas de reir, no es que tuviera muchas, hágase cuenta del escenario y de las circunstancias, pero las pocas que tenía se me fueron para siempre. “¡Ustedes, vengan!”, gritó, sin girarse, mientras llegaba al área. Y, claro, fuimos. Nos hizo formar a todos sobre la línea de la grande. Allí estaba, bajo los palos con aquel uniforme de dibujos animados, y allí estábamos nosotros, los once del día anterior, y allí estaba el balón, en el mismo punto en el que unas horas antes había cavado mi desgracia y en el que, estaba claro, me aguardaba alguna novedad. Entonces gritó “¡Alcaide, métala cabrón!”.
Esto, contado ahora, parece una cosa y en aquel momento era otra. No sé bien cómo explicarlo, pero no sabía qué hacer, miré a mis compañeros y no encontré respuesta. Aquel fantoche con la grada vacía al fondo, aquellos soldados de expresión siniestra que formaban como autómatas desde los postes hasta los banderines del córner. Me situé frente a la bola y la golpeé con todas mis fuerzas y eso es todo. El resto ya lo sabe usted. La pelota contenía un explosivo que me arrancó la pierna izquierda hasta la rodilla…».
Escrito por txema

    

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