Han pasado 8284 días
3/1/03 0:09
inertia (I)
¿La señora Anscombe?. Le dije que no, que mi madre no estaba y tardaría en volver. Traemos un transporte especial para ella. Creo que lo vamos a dejar igual, si no le importa. Tiene que firmar aquí y aquí también. Era una caja de madera de unos dos metros por dos metros. Que yo supiera no esperábamos nada y menos de aquellas dimensiones; comprobar que el remitente era mi padre tampoco ayudaba a despejar incógnitas porque se fue de casa hace unos años y hasta aquel día se lo tragó la tierra. Y después de aquel día, hasta el último. Los dos hombres, con monos azules, sudaron para introducir la caja y rayaron el aparador. Permanecí unos minutos contemplando el embalaje, vulgar madera de pino sujeta por grapas y una palabra rotulada en un lateral: Inertia. Mi madre hubiera supuesto de inmediato cuál era el contenido del bulto que obligó a correr la mesa del salón y a amontonar las sillas. No tenía nada mejor que hacer, así que busqué una herramienta adecuada, encontré un destornillador de grandes dimensiones y comencé a liberar lo que parecía ser la tapa aunque ninguna indicación decía que lo fuera. En cualquier caso, la habían dejado en aquella posición y yo bien poco podía hacer por remediarlo. La madera crujía y saltaban astillas. Pensé que se pondría furiosa al ver la moqueta, sin caer en la cuenta de que la caja venía a su nombre; había recuperado el de soltera (mi padre se lo acababa de devolver sin darse cuenta) y dudé unos minutos hasta convencerme de que nada íntimo puede merecer semejante envoltorio. Inertia resultó ser un cuadro. Un lienzo macabro que representaba, deforme, lo que parecía ser el cadáver de un hombre extendido sobre una mesa. Los brazos colgaban y también su cabeza, formada por una maraña de trazos negros y rojos, raspaduras y cortes. La imagen, distorsionada por miles de heridas en la tela, de mezclas imperceptibles de líneas, tonos ocres, violáceos y costras de pintura, destacaba sobre un fondo tenue, limpio, apenas una leve capa de óleo disuelto. El cuerpo, en cambio, componía un paisaje abrupto. En la parte posterior estaba la firma: MTR. Así que tenía tres secretos que despejar, el por qué del regalo, el qué y el quién.
Mi madre no mostró interés en ninguna de mis cábalas. En cambio añadió el cuánto. No le interesaba la razón que moviera a mi padre a realizar tan inesperado envío salvo si éste tenía valor en el mercado. A no ser que lo haya robado, entonces voy y le saco los ojos. No había, pues, motivos sentimentales ni intención alguna de abrir investigaciones respecto de la identidad del autor o autora del lienzo. Así que cogió el teléfono y empezó a llamar a galerías de arte. Los primeros intentos resultaron infructuosos, nadie sabía quién era MTR y menos que fuera pintor. Hube de advertir que el orden alfabético de las páginas amarillas no resultaba la fórmula más idónea y sugerir la m de moderno (modern art) como letra con más posibilidades de éxito que la a de arte, en la que se incluyen también algunas tiendas dedicadas a la loza fina, por más artística que sea. Fue más sencillo; acostumbro a tener razón. En la primera galería donde dijeron conocer a un pintor que firmaba MTR colgaron tras contar mi madre la historia, convencidos de que a las amas de casa londinenses, en especial a las de un suburbio, les pueden ocurrir cosas increíbles pero que éstas tienen un límite. Mi madre consideró el incidente como una buena señal, así que se hizo por pasar por una multimillonaria aburrida que quería desprenderse de un cuadro de MTR. ¿Mario Torres Rojas, señora?, bueno, yo no sé, verá éstas cosas las llevaba mi marido que en paz descanse, el caso que es que me mudo y no me hace juego con la nueva decoración ¿sabe?. Resultó ser un gran negocio. Nunca me quiso decir la cantidad que le habían dado por el cuadro, pero cambiamos de casa, nos compramos un coche y lo celebramos con unas vacaciones en Palma de Mallorca. Yo he estudiado con aquel dinero, vivimos bien gracias a Inertia. No pude imaginar entonces que habría de pagar por él de una manera tan cruel.
Mario ha muerto. Ahora conocen su nombre en cualquier lugar del planeta, está en libros de texto y en bibliotecas. Miles de jóvenes que quieren ser pintores estudian su obra. Sus exposiciones congregan a multitudes, informan de ellas en las televisiones; los banqueros, los famosos, pugnan por hacerse con uno de sus cuadros, dibujos, bocetos, lo que sea. Mario ha muerto en mis brazos, estábamos solos como cada día durante cerca de tres meses e ignoro si hago bien o mal escribiendo estas cosas. Le hice creer que era una periodista y me arrepiento. No me gusta mentir. Cuando recibí la carta de mi padre, unos días después de su asesinato, pidiéndome como último favor que me pusiera en contacto con Mario, no me resultó una idea extraña. Tal vez porque había idealizado la imagen de aquel hombre y de sus cuadros, de aquel ser tan misterioso del que se hablaba tanto y del que tan poco se sabía. Hablo español bastante bien (también gracias al regalo inesperado). La curiosidad por estar cerca del artista, probablemente el más importante de este siglo (junto a Picasso, es lo que dicen los expertos; sé bien poco de pintura), era demasiado fuerte. Tenía una deuda que saldar con él y con mi padre, un compromiso que terminaba con la simple contemplación. Bastaba con acercarme a él, una mirada, un intercambio de palabras, un cometido sencillo. Al final de este libro se acompaña una carta que lo explica.
Seguí las instrucciones de mi padre y tomé un avión hasta Madrid. Encontré, sin dificultades, la galería de Juan Elejalde, amigo íntimo y encargado de la venta de las pinturas de Mario. Le dije quién era y lo que quería y me dijo que no. Insistí tanto que, sin ceder, me invitó a comer. No paraba de hablar de asuntos triviales mientras mi desesperación iba en aumento, convenciéndome, a cada minuto que pasaba, de que el intento iba a ser inútil. Me dijo que Mario era un tipo de persona muy especial, que no tenía nada que ver con lo que yo hubiera conocido hasta entonces. Depresivo, huraño, siempre silencioso y solitario. Sonó el teléfono y su rostro, de tono dorado, se fue tornando pálido hasta hacerse transparente. Hablaba con una tal Eva —luego supe que era la madre de Mario— y le preguntaba Avenzoor ¿has dicho Avenzoor?, vale, vale, tranquila, yo me ocupo de todo. La conversación había terminado. Juan se levantó, dejó dinero sobre la mesa, se puso el abrigo y dijo que había sido un placer conocerme. Le temblaba la voz, le crujían los dientes. Pregunté qué era Avenzoor. Contestó que el nombre de un hospital y se fue.
De vuelta en la habitación del hotel me asaltaron las dudas. Todo había sido precipitado, irracional. Me duché y me quedé dormida hasta bien entrada la noche. El televisor emitía un zumbido irregular, me dolían los ovarios y la comida daba vueltas en mi estómago como en una secadora. Permanecí cerca de una hora investigando la oferta televisiva española y pensando en el regreso a Londres y en un negro que había conocido unas semanas antes y que juega en el Aston Vila. O jugaba, no estoy muy al día de los deportes. Lo dijeron por la mañana, en las noticias, mientras acomodaba el escaso equipaje en la maleta. El pinto Mario Torres Rojas fue ingresado ayer de urgencia en el Hospital Avenzoor de Marrakech, aquejado de un grave dolencia. Fuentes del centro hospitalario aseguraron a televisión española que la vida del conocido artista no corre peligro; sin embargo, el cónsul de España señaló, citando fuentes del hospital, que el estado de salud del pintor es delicado…Un mapa de Marruecos y una fotografía de Mario, un hombre con la cabeza afeitada y la mirada ausente, ilustraban la información. Mi corazón comenzó a golpear con fuerza. Decidí quedarme en Madrid y esperar.
Fue una semana interminable que dediqué a pasear como un fantasma, sin rumbo fijo. Cada mañana compraba la prensa, incluida la británica, y recortaba las informaciones que aparecían sobre el artista. Páginas enteras, artículos de opinión, reportajes y alusiones constantes a una enfermedad cuya identidad nunca era desvelada. Tuve la certeza de que Mario iba a morir en breve; los medios de comunicación no dedican tanto esfuerzo a alguien que tiene posibilidades de sobrevivir. Compré un cuaderno, pegué los recortes y me acostumbré al pintor.
La fotografía era siempre la misma, la única, un hombre con la cabeza afeitada y la mirada ausente; aunque los periódicos ofrecían una reproducción más detallada a pesar de la evidente falta de calidad de la imagen. En ella se intuían unos ojos grandes sobre pómulos altos, cejas casi transparentes, labios finos y orejas mínimas. Imaginaciones, supongo; cualquiera podría sostener lo contrario respecto de aquel retrato borroso y oscuro. Entraba cada día en la galería de Juan Elejalde y preguntaba si había regresado de su viaje. Dejé el número de teléfono del hotel y el de mi casa de Londres. Llamó él. Yo esperaba una invitación cortés a emprender el viaje de regreso a mi país y me encontré, en cambio, con una propuesta inesperada. Elejalde tenía los ojos enrojecidos y la voz ronca. No se anduvo por las ramas. Mario estaba en casa de su madre y, en efecto, estaba muy enfermo. Yo iba a ir, sabía quién era, y me iba a hacer pasar por periodista. Elejalde me explicó mi trabajo: leer, leer en voz alta, sencillo, tan sencillo como tomar un libro y leer. Me dijo que ésta era una especie de necesidad vital de Mario, que era muy difícil de explicar, que buscaba a alguien especial para este cometido y que el hecho de que yo fuera la hija de Claudio había jugado a mi favor. El cuento del periodismo se le ocurrió, dijo, para explicar mi aparición repentina en esta historia. Le he contado que llevas meses dándome la paliza para que acceda a concederte una entrevista (hubiera sido la primera) y a final dijo que le parece bien si lees para él y no publicas nada mientras viva; siempre bajo mi supervisión, por supuesto.
Me ha costado mucho convencer a Elejalde para que estas páginas puedan ver la luz. La muerte de Mario fue sólo el preludio de otra tragedia porque unas semanas después le siguió su madre. Su desaparición, sin embargo, ha hecho posible que estas páginas puedan ser publicadas ahora. Si viviera (en ellas se explica por qué) habrían de permanecer archivadas. Me ha costado mucho que Elejalde crea mi versión de los hechos y que dé por cierta la posibilidad de que Mario, antes de morir, me permitiera quedarme con sus escritos.
Esto que van a leer no es fácil, son las últimas palabras de un hombre extraño y también, paradójicamente, también son las primeras. Las he ordenado (los folios no tienen numeración y en muchos de ellos el contenido se reduce a breves frases) intentando dotarlas de una secuencia lógica. También he intercalado transcripciones literales de los breves intentos de entrevista que realicé para justificar mi engaño. Temo que son torpes en exceso, estúpidas, fragmentos de conversaciones rotos por la situación límite del enfermo, pero valiosos por tratarse de una de las pocas ocasiones en que Mario intentó expresarse como cualquier otro ser humano. No se daba cuenta e intentaba vivir, sin saber cómo. Nadie entendió este último gesto de valor. Yo tampoco, que no supe decirle la verdad ni ofrecerle mi corazón.
Violeta Gecco
Escrito por txema