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7/10/02 2:32


agridulce



Aquella noche, tras meses de intentos y de fracasos, el estudiante abrió el armario del cuarto de baño. Acababa de llegar, después de tomar un café en casa de Cristina. Cogió una cuchilla de afeitar y salió a la calle.

Recorrió el mismo camino en dirección contraria y se encontró, bajo la lluvia, ante el portal de la casa donde vivía la mujer a la que amaba, la que se resistía a corresponderle y que poco antes, mientras le llenaba la taza, le había hablado de otro.

Extrajo la cuchilla del envoltorio de papel y situó uno de los extremos del filo cortante sobre el lóbulo de su oreja derecha. Apretó y la deslizó con fuerza hasta llegar a la boca. El metal trazó a su paso una efímera línea blanca por la que comenzó a brotar sangre. Arrojó la cuchilla a la papelera. Esperó unos minutos. Mientras, su rostro, su camisa, sus encías, sus dedos, se iban cubriendo por aquella sustancia mezclada con lágrimas de desamor y agua tibia de una nube distante.

Pulsó el botón. Cristina tardó en abrir. Estaba dormida. Él adoptó aire de serenidad y le pidió disculpas por la molestia. Le contó que antes, al salir, fue a dar un paseo por el parque cercano y salió a su paso un atracador armado con un trozo de cristal.

Cristina le quitó la ropa, le curó la herida, le acarició la cabeza y aquella noche, por primera vez, se entregó a él.

A Michel de Ghelderode.


Escrito por txema

    

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