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25/11/02 21:04
miguel
Cuando era un crío iba al acantilado y me sentaba en las rocas, sobre el océano que ahora luce envuelto en manchas negras. Veía pasar a las mujeres, remando con fuerza de hombres; a los hombres. Perdidos al borde del horizonte, en aquella línea que ocultaba desconocidos continentes a los que luego puse nombre y distancia. Miguel buscaba cangrejos con la muda recién puesta y el caparazón blando y yo los ensartaba en el anzuelo con la vista perdida en el sargazo y en las pieles de mandarina que rodaban rocas abajo hasta perderse en la espuma. Después lanzábamos el aparejo, él encendía la pipa que le regaló un armador de Panamá a quien ayudó a reparar el viejo motor de su mercante, y me contaba las historias de las corrientes, de los mares del norte, los fletanes, los atunes, las bellas mujeres de Zanzíbar y del loro, al que llamaban Callao porque era un extraño pájaro mudo aunque, al parecer, muy reflexivo.
Miguel me enseñó a descabezar anguilas, a descolgarme por el acantilado sin resbalar y a señalar las constelaciones. También me contó que las mujeres tienen un curioso agujero entre las piernas y que, una vez, en Punta Umbría, conoció a una que recogía piedras con la entrepierna.
Un día, a media mañana, comenzaron a sonar las campanas y mi padre me paró en la puerta cuando corría a mi cita con el marinero.
Sólo dijo: "Hoy no. Ya no."
Escrito por txema